En esta nota, Maite Durietz, licenciada en gerenciamiento ambiental, explica qué podemos hacer desde nuestro lugar para ayudar a proteger los océanos.
Ayer 8 de junio se celebró el Día Mundial de los Océanos. Esta fecha fue establecida por la Asamblea General de la ONU. El concepto fue propuesto por primera vez en 1992 en la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro), con la idea de establecer a los océanos como puente entre los países del mundo y reflexionar sobre nuestra relación con el mar. Es un día para crear conciencia sobre el importante papel que los océanos desempeñan en nuestras vidas y las distintas acciones que podemos llevar adelante para ayudar a protegerlos.
¿A quién no le gusta el mar? Ya sea para entrar a nadar, jugar, practicar algún deporte, o simplemente para contemplarlo. Lo que muchas veces no tenemos en cuenta es que dependemos de un océano limpio y productivo. Sin el océano, no habría vida como la conocemos hoy: moldea los hábitos, costumbres y tradiciones de miles de comunidades costeras; nos provee gran parte del oxígeno que respiramos; un conjunto de organismos marinos minúsculos llamados fitoplancton producen la mitad del oxígeno de la atmósfera mediante la fotosíntesis; alimenta a millones de personas; los productos del mar son la principal fuente de proteínas para al menos una de cada cuatro personas en el mundo; regula el clima del planeta; es el hábitat de una gran cantidad de especies; nos aporta medicinas y es un gran soporte de nuestras economías.
Es un entorno un tanto misterioso. Se conoce más la superficie de la Luna que el fondo marino. Menos del 10% de este espacio fue explorado hasta ahora, hay un montón de especies que todavía están esperando ser descubiertas, y con ellas, seguramente incontables nuevos beneficios.
Además, es una de las más importantes soluciones naturales con las que contamos contra el cambio climático. Absorbe anualmente alrededor del 25% del CO2 generado por la actividad humana. Tenemos un vínculo con el océano y una dependencia de él mucho más grande de la solemos imaginarnos.
Lamentablemente, algunas de nuestras actividades están generando una presión cada vez mayor sobre los océanos. En los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, las partes se comprometen a lograr proteger al menos el 30% de los océanos del mundo para 2050, pero al día de hoy solamente hemos llegado al 1,5%.
Como consecuencia del cambio climático el nivel del mar sube, y el agua se vuelve más caliente y ácida. Un océano más caliente y ácido pone en peligro a los peces, los arrecifes de coral y otras formas de vida que hacen del océano su “hogar”. Además, el aumento del nivel del mar supone una amenaza para muchos pueblos, especialmente para los pequeños estados insulares. Las tormentas e inundaciones se vuelven más fuertes, destruyendo hogares y vidas.
Las presiones derivadas de la sobrepesca y la pesca ilegal, la exploración minera en aguas profundas, las prospecciones en busca de petróleo o gas y la contaminación plástica, también están poniendo en peligro el futuro de estos ecosistemas.
Según un informe de WWF (el Fondo Mundial para la Naturaleza), entre 19 y 23 millones de residuos plásticos van a parar al mar cada año. El plástico se va rompiendo en pequeñas partículas microscópicas que afectan negativamente a todos los organismos de la cadena alimenticia marina e incluso llegan a nosotros, las personas.
¿Qué podemos hacer para ayudar desde nuestro lugar? Primero que nada, revisar nuestro vínculo con el océano. Para eso es necesario informarnos y ser más conscientes de los impactos que puede generar cada acción que realizamos. Comprar productos locales y de temporada, informarnos acerca del origen de los productos marinos que compramos y elegir opciones ambiental y socialmente éticas y responsables es indispensable. Cuando tenemos la alternativa, también es bueno evitar los envases plásticos innecesarios, que seguramente su destino final sea el océano. Elegir productos de higiene personal y de limpieza más amigables con el ambiente, como un shampoo sólido natural o un detergente biodegradable, reduce los niveles de contaminación en gran medida.
Dejar los caracoles en la playa. Es el esqueleto de un animal, pertenece al medio natural, donde tiene una función y forma parte de un ciclo. Son lindos, dan ganas de llevárselo, sí. Pero genera un gran impacto negativo: están compuestos por carbonato cálcico, y los crustáceos, por ejemplo, están hechos justamente por esta sustancia. Llega un momento en que no pueden crecer más, pierden su costra y forman una nueva a partir del carbonato cálcico que hay disuelto en el ecosistema. Si los llevamos de souvenirs cada vez que vamos a la playa, rompemos con ese ciclo.
Dejar de usar la arena como cenicero es otro gran aporte. Es uno de los peores hábitos en la playa. Se normaliza mucho tirar la colilla de los cigarrillos en cualquier lado como si no fuera un residuo, como si no fuese algo tóxico. Así como vemos todavía gente que la tira por la ventanilla del auto, todavía hay quienes las dejan a orillas del océano.
Las limpiezas de costa son otra forma de ayudar. Es hasta divertido, uno se convierte en una especie de arqueólogo de lo que va encontrando. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿Hace cuánto está? ¿Cómo llegó acá? Es un granito de arena más que podemos sumar desde nuestro lugar.
Todos dependemos de un océano sano, limpio y productivo. Juntos, podemos generar grandes cambios. Por los océanos, nosotros y por las futuras generaciones.
*Maite Durietz Licenciada en gerenciamiento ambiental, especialista en sustentabilidad y consultora B (@unaovejaverde).